Emilio Martín Gutiérrez · Enrique Ruiz Pilares

Las almadrabas de la bahía gaditana

En su historia de la ciudad de Cádiz, fechada en 1610, el erudito gaditano Suárez de Salazar localizaba los restos de una vieja almadraba “en el puerto de Cádiz, por la vanda del Norte, donde está fabricado el baluarte [hoy desaparecido] de San Felipe, al pie del cual se descubren oy los cimientos y ruinas de las casas y pilas donde se recogían y salauan los atunes”. Esta almadraba, conocida por sus contemporáneos como la de la “Bahía”, se situaba en las inmediaciones de la plaza de España y fue abandonada a principio de los años cuarenta del siglo XVI. Las dificultades para armarla estuvieron asociadas al incremento del tráfico marítimo y al crecimiento urbanístico. En 1540 la ciudad de Cádiz aprobó las Ordenanzas de Lastre con el objeto de regular el tráfico marítimo y solucionar el problema ocasionado por las embarcaciones que atracaban en el muelle para cargar sal. En esta normativa se denunció que las operaciones de deslastre habían provocado que “está muy baxa la Baya [es decir, el muelle] y no se puede pescar”.

Junto a esta almadraba, se venían armando otras: la de las Torres de Hércules, la de Sancti Petri, en Cádiz, y la de la playa de la Almadraba, en Punta Candor, en Rota. Así, en nuestro libro –Emilio Martín Gutiérrez y Enrique Ruiz Pilares, La Bahía de Cádiz y sus almadrabas. Recursos naturales. Paisajes. Sociedades (siglo XV), Madrid: Sílex, 2023 -hemos cartografiado, gracias a la inestimable colaboración de Pablo Fernández Lozano, cada una de estas pesquerías. Esta monografía -financiada con fondos FEDER por la Junta de Andalucía y la Universidad de Cádiz y enmarcada en el proyecto de investigación “La interacción sociedad-medio ambiente en la cuenca del Guadalete en la Edad Media (GUADAMED)” -sirve para mostrar una de las líneas prioritarias del “Seminario Agustín de Horozco” de la Facultad de Filosofía y Letras.

Entre las líneas argumentales tratadas sobresale, por un lado, el aprovechamiento de los recursos naturales de los ecosistemas marismeños y litorales, y, por otro, la organización de sus correspondientes paisajes. Hasta la fecha, contábamos con publicaciones sobre las almadrabas del litoral atlántico centradas en las Época Antigua y Moderna. Sin embargo, faltaba una obra de conjunto que, focalizada en el siglo XV, reflexionase sobre el aprovechamiento de los recursos naturales, la organización de los paisajes del litoral y las personas que gestionaron y trabajaron en estas instalaciones pesqueras.

También destacamos el estudio biográfico de los trabajadores contratados en las almadrabas, que nos ha permitido conocer una parte de sus trayectorias vitales: los armadores hispalenses, los caloneros portuenses y gaditanos, los toneleros jerezanos o los esparteros sevillanos. Y es que para todos estos oficiales la temporada del atún significó un complemento económico en absoluto despreciable. Los mercaderes extranjeros, estantes en las localidades del Golfo de Cádiz, también estuvieron presentes. A estos grupos sociales hay que sumar los esclavos, llevados desde el Norte de África, y las prostitutas, presentes en las playas gaditanas. Aunque no conocemos ni tan siquiera sus nombres, merecen ser recordados: con su esfuerzo, contribuyeron al sostenimiento de un sistema productivo.

Para escribir este libro hemos consultado la documentación de archivo y hemos abierto el campo de observación al atender el trabajo de investigadores de otras áreas de conocimiento, como la geografía, la arqueología, la antropología o la literatura. Y es, precisamente, de la mano de la literatura con la que hemos iniciado nuestro recorrido al evocar la vida del pícaro Juan Cantueso, magistralmente recreada por Fernando Quiñones en La canción del pirata:

“De la almadraba me viene lo malino y también el empuje, que, sin él, hubiérame consumido la necesidad como a aguamala en seco. Allí, igual que todo el mundo, aprendí desde que era un monaico a mirar la mar al lejos, por si asomaban para echarse encima velas de Berbería o del inglés; allí pasé el sarampión, las viruelas, las postillas y otras plagas, sin que me matara ni el pestazo que se llevó a medio Cádiz siendo yo chico, y allí anduve con gente tan mentada que, al contarlo después, más de uno me tomó por embustero, aunque no fuese capaz de decírmelo a la cara”.

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